En la galería de rostros que habitan nuestros recuerdos más preciados, brilla con luz propia la sonrisa inconfundible de Federico Coste de la Rosa, conocido por muchos como «Pana», por otros como «Tananí», y por los más cercanos como «Joto». Era un ángel terrenal que, aunque nació con algunos retrasos mentales, poseía una manera única y extraordinaria de contemplar la vida, una perspectiva que enriquecía a todos los que tuvimos la fortuna de conocerlo.
Desde muy joven, Federico demostró una ética de trabajo inquebrantable. Junto a su padre, conocido cariñosamente como «Pururo», vendía billetes en el Santo Cerro los domingos y en el parque de La Vega. Pero su v erdadera pasión era el arte de lustrar zapatos, tarea en la que se proclamaba, con justificado orgullo, el mejor del mundo. Sus clientes quedaban maravillados al ver sus zapatos convertidos en espejos relucientes bajo sus manos expertas. También encontraba alegría en el campo, criando vacas y, entre risas, presumía de beber directamente de las ubres, una anécdota que siempre provocaba carcajadas entre quienes lo escuchábamos.
Lo que hacía verdaderamente especial a Federico era su capacidad infinita para el amor y la alegría. Su sonrisa, cálida y generosa, raramente abandonaba su rostro, y cuando lo hacía, era solo por instantes fugaces. Los niños encontraban en él a un defensor incansable y un amigo verdadero, siempre dispuesto a compartir cualquier tesoro que considerara valioso. Su presencia se anunciaba con melodías únicas que silbaba mientras caminaba, canciones nacidas de su imaginación singular que solo él conocía, verdaderas joyas de su espíritu creativo.
Cuando mi madre, Luisa de la Rosa, partió de este mundo, Federico se convirtió en nuestro ángel guardián. Mientras Chavela nos cuidaba en lo cotidiano, era él quien se transformaba en nuestro protector y cómplice de aventuras. Con ingenio y dedicación, nos construía hamacas en cualquier árbol que encontrara, creando espacios mágicos para nuestros juegos infantiles. Su amor por nosotros era una extensión del profundo cariño que sentía por nuestra madre, a quien siempre recordaba como «una mujer buena».
En su peculiar sabiduría, Federico eligió la soltería, argumentando con su característico humor que las mujeres eran «muy molestosas y posesivas». Solía mencionar, con un guiño travieso, que poseía una fortuna escondida que ninguna mujer podría encontrar jamás. Su astucia se manifestaba en la forma en que utilizaba su sordera parcial como escudo contra la maldad ajena, fingiendo no escuchar las ofensas y transformando momentos potencialmente dolorosos en situaciones cómicas. Como cuando le pedía «un peso» y él, con picardía, respondía: «¿Qué? ¿Que te dé un beso?»
Hoy, al sentir el peso de su ausencia, me invade la tristeza de no haber aprovechado más momentos a su lado, de no haber expresado más frecuentemente mi gratitud por su presencia en nuestras vidas. Aunque le decía «yo te quiero mucho», él, en su estilo único, respondía «ahhh, no quieres na’…» para luego envolverme en un abrazo y confesar su propio cariño, siempre vinculándolo al amor por mi madre. Su partida deja un vacío imposible de llenar, pero me consuela la esperanza de reencontrarnos cuando, según las escrituras, los muertos en Cristo resuciten primero.
Mientras espero ese momento glorioso, atesoro cada recuerdo de Federico, cada sonrisa, cada melodía silbada, cada zapato brillante, cada hamaca improvisada, y cada muestra de su amor incondicional. Su vida fue un testimonio de que la verdadera riqueza no se mide en bienes materiales, sino en la capacidad de hacer felices a los demás.
¿Quién pudo haber conocido este extraordinario ser humano sin amarlo? Era imposible.
Fuentes: Melquiades Polanco